El burro, humilde y fiel compañero, es un símbolo potente en la tradición cristiana, estrechamente ligado a la figura de Jesús. Su presencia es central en dos momentos clave de la vida de Cristo: la Natividad y la entrada a Jerusalén.
En la Natividad, el burro es a menudo representado junto a María y José, ofreciendo calor y un sentido de humilde acogida en el establo de Belén. Su mansedumbre y su capacidad de llevar pesos son vistas como metáforas de la paciencia y del servicio.
Aún más significativo es su papel en el Domingo de Ramos, cuando Jesús entra triunfalmente a Jerusalén cabalgando un burro. Esta elección no fue casual, sino un cumplimiento de la profecía de Zacarías (9,9): "He aquí, a ti viene tu rey, justo y victorioso, humilde, cabalga un asno, un pollino hijo de asna". El burro, a diferencia del caballo, símbolo de guerra y poder real, representa la humildad, la paz y la mansedumbre del reino de Cristo.
La veneración del burro, en este contexto, no es directa al animal en sí, sino a su papel de instrumento de la voluntad divina y de símbolo de las virtudes cristianas. Él encarna la humildad de Jesús, su elección de no manifestarse con pompa y potencia terrenal, sino con sencillez y amor. El burro se convierte así en un recordatorio de la verdadera naturaleza del poder divino, que reside en el servicio y en la mansedumbre, y una invitación a seguir el ejemplo de Cristo en la humildad y en la dedicación.