La estatua de Santa Teresa de Lisieux con rosas y crucifijo, es Santa Teresa del Niño Jesús; La Francia del siglo XIX fue el primer país de Europa donde empezó a extenderse la convicción de que era posible prescindir de Dios, vivir como si Dios no existiera. Sin embargo, fue precisamente en el país de más allá de los Alpes donde algunos santos, como Teresa de Lisieux, nos recordaron que el sentido de la vida es precisamente conocer y amar a Dios. Teresa nació en 1873 en un ambiente profundamente creyente. Recientemente, sus padres también fueron declarados beatos. Recibió una educación profundamente religiosa que pronto la llevó a elegir la vida religiosa en el Carmelo de Lisieux. Allí se confía progresivamente a Dios. Por sugerencia de su superiora, lleva un diario en el que anota las etapas de su vida interior. En 1895 escribe: ""El 9 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad, recibí la gracia de comprender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado"". Teresa quiso responder al amor de Dios con todas sus fuerzas y su entusiasmo juvenil. No sabe, sin embargo, que el amor la llevará por el camino de la privación y de la oscuridad. Al año siguiente, 1896, aparecen los primeros síntomas de tuberculosis, que la llevarán a la muerte. Más dolorosa aún fue su experiencia de la ausencia de Dios. Acostumbrada a vivir en su presencia, Teresa se ve envuelta en una oscuridad en la que es imposible ver ningún signo sobrenatural. Sin embargo, la santa da un último paso. Aprende que a ella, como a una niña, se le ha confiado el conocimiento del pequeño camino, el camino del abandono a la voluntad de Dios. La vida, entonces, se convierte para Teresa en un juego despreocupado porque, incluso en los momentos de abandono, Dios vela y está dispuesto a acoger en sus brazos a quienes se confían a Él.