El Crucifijo, símbolo universal de la fe cristiana, no está asociado a un solo santo específico, sino que representa la figura central del cristianismo: Jesucristo y su sacrificio en la cruz por la redención de la humanidad. Su historia y veneración hunden las raíces en la narración evangélica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
La crucifixión, una antigua forma de ejecución romana, se convirtió para los cristianos en el signo distintivo del amor divino y de la victoria sobre la muerte. Desde los primeros siglos, los cristianos veneraron la cruz como instrumento de la salvación, aunque las primeras representaciones fueran a menudo simbólicas (como el pez o el ancla) para evitar persecuciones. Con el edicto de Milán (313 d.C.) y la sucesiva legalización del cristianismo, la cruz se convirtió en un símbolo abiertamente venerado.
La veneración del Crucifijo se manifiesta en múltiples formas: desde la oración personal delante de él, a la participación en ritos litúrgicos como el Vía Crucis, que recorre las etapas de la Pasión. El Crucifijo está presente en cada iglesia, en cada casa cristiana, al cuello de muchos fieles, recordando constantemente el sacrificio de Cristo e invitando a la reflexión sobre los valores de amor, perdón y redención. Es el fulcro de la fe, una llamada visible a la promesa de vida eterna y a la esperanza en la resurrección.