El Buey, figura humilde y silenciosa, es un elemento imprescindible del belén, símbolo de fuerza, paciencia y devoción. Su presencia junto a Jesús Niño, San José y María, aun no siendo explícitamente mencionada en los Evangelios canónicos, está arraigada en la tradición cristiana desde los primeros siglos.
Su inclusión en el belén deriva principalmente de interpretaciones de pasajes bíblicos y de antiguas leyendas. Una referencia clave es el Libro de Isaías (1,3): "El buey conoce a su propietario y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no conoce, mi pueblo no comprende." Este versículo ha sido a menudo leído como una profecía de la venida de Cristo, con el buey y el asno que reconocen a su Señor, a diferencia de parte de la humanidad.
Además, la tradición quiere que el buey, con su aliento cálido, haya contribuido a calentar la gruta de Belén, protegiendo al neonato Jesús del frío. Este gesto de cuidado y protección ha elevado al buey a símbolo de humildad y servicio, cualidades esenciales en el mensaje evangélico.
La veneración del buey en el belén no es directa, sino indirecta: él es venerado como parte integrante de la escena de la Natividad, un testigo silencioso y fiel del milagro del nacimiento de Cristo. Su figura evoca un sentido de paz, simplicidad y la profunda conexión entre la creación y su Creador. Su presencia nos recuerda la importancia de los humildes y de los sencillos en el plan divino, y cómo incluso las criaturas más modestas pueden tener un papel significativo en la historia de la salvación.